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Adela
La había adiestrado desde muy pequeña, bastaba una palabra, un tono de mando y una mirada fría para dejarla completamente detenida, para que dejara de existir ante los ojos de ella, para que no fuera nada ni nadie. Si se colocaba en el lugar justo, en el rincón apropiado, pasaría más desapercibida incluso que un macetero; apenas sin parpadear aguantaría hasta que su madre pronunciase el antídoto contra la inmovilidad. Aunque el reloj se pare el tiempo no se detiene, no importaba que el movimiento de su pequeño cuerpo se hubiese interrumpido porque Adela continuaba allí, por más que su madre hiciera por no verla hasta el extremo de olvidar su presencia Adela estaba allí, mirando, sintiendo, sufriendo, queriendo correr, deseando escapar; y sus pies no se movían, y sus manos no se agitaban, y su cabeza no se meneaba. Su cuerpo no la reconocía, no obedecía ni una sola de sus órdenes, ni siquiera la más rotunda: “¡Muérete! ¡Te ordeno que te mueras!” Y su cuerpo no se moría, y sus dedos no se movían. Y ella estaba allí, viva, y todo se le removía por dentro, por dentro de aquel cuerpo que era cubierto de vómitos, regado por aquel nauseabundo chorro que la devolvía a la niñez y la inutilizaba.
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