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El niño "malito"
Sentía el asiento de anea clavado en los muslos, segura de que cuando me levantase llevaría las marcas en mi piel enrojecida. Las mujeres que aguardaban la leche charlaban despreocupadas, ajenas a mi miedo y a los estridentes chillidos del niño “malito”; carcajada oxidada que estremecía toda la casa y estallaba en mis tímpanos, gritos monótonos y repetidos como sus balanceos hacia delante y hacia atrás. En la comisura de los labios se le agolpaba la saliva y un hilito brillante de babas le resbalaba por la barbilla. Sus torpes manos se movían sin descanso deslizando una larga cuerda entre sus dedos, una cuerda que no miraba, como tampoco me miraba a mí ni a la gente, a nada de su alrededor. Sus ojos, sus enormes ojos verdes estaban perdidos, ausentes, tal vez contemplando lugares lejanos, demasiado lejanos para los que nos aferrábamos a una silla, para los que teníamos miedo de las cosas que se ven y se tocan, y más miedo aún de aquello que nos sobrecoge por incomprensible, por extraño y desconocido.
No quería verle y le miraba, quería hablarle y enmudecía ante él, deseaba tocarle y escondía las manos en los bolsillos. Sus ojos eran verdes y lejanos, nuestras vidas eran blancas y negras, hechas de cal y sombras.
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